domingo, 27 de mayo de 2012

Desconocidos (**Relato Erótico**)

Un fin de semana, un fin de semana sólo para mí, sin agobios, sin estrés, sin teléfono, únicamente para mí. Un hotel con spa, ideal para relajarse y huir de todo y de todos. Asomarme por la ventana y ver cómo las gotas de la lluvia resbalan por el cristal, mientras las ramas de los árboles se balancean al compás del viento con las montañas de fondo, una imagen ideal para una postal. No sé por qué elegí ese hotel, ni tampoco por qué elegí esas fechas pero gracias a eso te encontré.

Fui a la cafetería, quería un café para entrar en calor. Después de media hora de haber llegado, aún sentía frío en los pies. En ese instante, estabas en la recepción tramitando la habitación de tu reserva. Te miré sin verte, no te presté atención, ni tan siquiera pude fijarme en tu rostro, estabas de espaldas, lo único que vi fue una bolsa de deporte oscura y un maletín de portátil. Pasé de largo para disfrutar de un buen café y minutos más tarde subí a la habitación y me cambié para dar una vuelta por los alrededores. Las puertas del ascensor se abrieron y giré a la derecha. A mitad del pasillo, una puerta se abrió… eras tú, te reconocí porque aún llevabas la misma ropa. Un encuentro de miradas fugaz, nos cruzamos y seguimos nuestro camino. Sólo me percaté del rastro que aún dejaba tu perfume.

Preciosos paisajes amenizaron mi recorrido pero el hambre me avisó de que ya era hora de cenar. Regresé, fui directamente al salón y al sentarme, me di cuenta de que estabas en una mesa junto a una de las columnas, dos mesas por delante de la mía y hacia la izquierda. Volvimos a cruzar nuestras miradas, esta vez con una leve sonrisa. Cinco minutos después, ya habías terminado la cena y al pasar por mi lado te despediste con un buenas noches. Y volví a sentir el aroma de tu delicioso perfume, quise girar la cabeza para verte marchar pero algo me hizo contenerme, cerré los ojos y sentí que mis mejillas se encendían sin ningún motivo aparente.

No volvimos a cruzarnos hasta la tarde del día siguiente en el spa. Dos parejas se encontraban en la piscina de agua caliente, dos chicas jóvenes salían de la ducha escocesa y un hombre de mediana edad estaba sentado en uno de los sofás de la zona de relax, leyendo una revista mientras degustaba un poco de limonada. Después de la ducha, pasé a la sauna y allí estabas tú. Recostado en el banco de madera más alto. Al verme entrar sonreíste y creo que debimos pensar lo mismo… con tantas personas en el hotel ¿por qué siempre nos encontrábamos? No hablamos, cada uno se encerró en sus propios pensamientos pero mirándonos de reojo sin que el otro se diera cuenta. El calor era sofocante, el sudor que se pegaba a mi piel y la boca sedienta me reclamaron un poco de aire fresco. Una ducha fría me hizo reaccionar, una reacción visible en mi cuerpo pues el vello se erizó y los pechos se encogieron. Descendí las escaleras de la piscina colocándome en las cascadas de agua, pasando por las tumbonas y el jacuzzi central. Los chorros de agua relajaban mi espalda y las burbujas subían por mis muslos, algunas de ellas se perdían por dentro de mi bikini, dejándome una sensación extraña e intensa que me hacía abrir y cerrar las piernas de vez en cuando. Cerré los ojos y al volver a abrirlos, te vi sentado a mi lado, con un codo apoyado en el borde del jacuzzi que hacía de respaldo. Por fin nos presentamos y hablamos de qué nos había llevado hasta aquel apartado lugar.

Poco a poco, pasamos al coqueteo. Piropos, unas veces suaves otras más picantes, proposiciones aún decentes y miradas que delataban el deseo que aumentaba por momentos. Fuimos dejándonos llevar por el ambiente y debajo del agua nuestras manos se rozaron, primero con un toque casi imperceptible, como si no hubiera sido premeditado, después nuestros dedos se entrelazaron y sentí cómo acariciaban mi muñeca hasta casi llegar al codo, pero sin que en ningún momento tu mano saliera del agua. La gente ya se había marchado, solo quedaban dos personas que habían entrado más tarde que nosotros. Pero eso no te detuvo y tu mano se posó en mi muslo. Era difícil aguantar la tensión, mirándonos fijamente sin dirigirnos la palabra, no hacía falta porque nuestros cuerpos hablaban por nosotros. Me acariciaste por encima del bikini, suavemente, sin presión, deslizándote como si tus dedos bailasen sobre una pista de baile. Tuvimos que movernos para que todo pareciera normal y nos dirigimos al baño turco. Una niebla de vapor inundaba la estancia, nos sentamos el uno al lado del otro y esta vez fui yo la que tomó la iniciativa. Acaricié tu hombro con uno de mis dedos, recorriéndolo como si quisiera dibujarlo, pasé a tu costado, bajando por tu vientre y dejé que mi mano se posará entre tus piernas por encima del bañador. La reacción de tu cuerpo me daba la pista de que iba por el camino correcto. Dejé que la punta de mi lengua ascendiera por tu cuello para dirigirme lentamente hasta tus labios. Nuestras lenguas se entrelazaron, jugaban, se buscaban… besos lentos y excitantes por esa sensación de prohibición o de arriesgarnos a ser descubiertos en cualquier momento. Tu mano se posó sobre mi pecho, retiraste la tela del sujetador del bikini y dos de tus dedos comenzaron a acariciarme a la vez que me mirabas fijamente. No perdías detalle de mis gestos, de mi respiración, de cómo te miraba con deseo. El calor era sofocante, necesitábamos salir de allí pero queríamos continuar nuestro juego. Decidimos posponerlo, quedamos en una hora en mi habitación, la 204. Salimos por separado, tú fuiste a las duchas de agua fría, necesitabas controlar la tensión para poder salir de allí, yo me metí en las duchas situadas junto a la piscina para no encontrarnos, cogí mi toalla y fui hacia los vestuarios. Hubiera deseado tenerte allí en ese momento porque sentía la excitación en todo mi cuerpo y quería sentirte dentro de mí cuanto antes.

Subí a mi habitación, no sabía qué ponerme pues no había contado con que algo así pudiera ocurrir. No llevaba lencería sexy, ni ropa sexy, ni tan siquiera unos zapatos de tacón. Opté por un tanga negro de algodón, un pantalón deportivo negro de licra y una camiseta de tirantes blanca, que al no llevar sujetador, marcaba con exactitud la forma y tamaño de mis pechos. Cuando llamaste a mi puerta, aún la melena caía mojada sobre mis hombros. Traías en la mano una botella de champán y dos copas. Llevabas unos vaqueros azules desteñidos apropósito y una camiseta blanca de manga corta con dos botones desabrochados. Estabas muy atractivo y al cerrar la puerta tras de ti, volví a percibir tu perfume. Nos sentamos frente a frente, tú en la silla junto a la mesa, yo en la cama. Charlamos y nos reímos de la experiencia en el spa, breve pero intensa, excitante. Creo que las burbujas del champán empezaron a ejercer su influencia y comenzamos a tontear de nuevo. Mi pie se acercó al tuyo y fue subiendo lentamente, me detuve en el muslo y tímidamente me deslicé hacía más allá de tus ingles. Hice el mismo recorrido con el otro pie para acariciarte con los dos, cambiando los movimientos, presionando un poco, uno encima del otro, sintiendo cómo te ibas endureciendo. Te gustaba la imagen de niña traviesa y participaste en el juego. Metiste las manos por el bajo de mi pantalón acariciándome las pantorrillas. Tiraste del pantalón hacia ti, observando con atención cómo se deslizada sobre mi piel.

Todo lo hacíamos mirándonos, con una sonrisa maliciosa en nuestros labios, provocándonos, retándonos. Empezaste a acariciar mis pies, subiendo por mis tobillos y mis rodillas, subiendo y bajando, repitiendo el mismo recorrido con tus labios y con tu lengua. Al fin te levantaste de la silla, te acercaste a mis labios y fuimos cayendo sobre la cama, tú encima de mí. Sentí como tus manos acariciaban mis pechos por encima de la camiseta, que descendían hacia el costado para meterse entre mis piernas. El tanga no impidió que notases lo excitada que estaba, cada beso, cada caricia, cada roce de tu cuerpo me hacían querer mucho más. Tus labios fueron bajando por mi cuello, levantaste ligeramente la camiseta para dejar al descubierto una parte de mi vientre. Jugueteaste con tu lengua cerca de mi ombligo para descender lentamente hacía la parte interna de mis muslos, me gustaba, me excitaba cada vez más, quería más. Agarraste con tus dientes un lateral del tanga… tensé los músculos por la sensación de placer imaginando cuál sería tu siguiente movimiento, lo estaba deseando. Hiciste lo mismo con el otro lado ayudándote con las manos cuando ya se acercaban a mis rodillas. En un ligero descuido, aproveché para ladearme y agarrándote de la muñeca tiré de ti para que te colocases detrás de mí. Sentía tu respiración en mi nuca a la vez que la punta de tu lengua recorría mi cuello y mordisqueabas el lóbulo de la oreja.

Tus manos tenían vida propia, seguían las curvas de mis caderas y vagaban por la suavidad de mi piel. Fueron ascendiendo para meterse por mi escote y acariciar mis pechos que iban endureciéndose al tacto de tus dedos. Los latidos del corazón eran cada vez más rápidos, la respiración se entrecortaba por momentos y me pegaba más a tu cuerpo para sentir tu pecho en mi espalda, tu calor y cómo te movías hacia delante y hacia atrás para rozarte con mi cuerpo. Como pude, desabroché los botones de tu pantalón y metí la mano por debajo de tu calzoncillo, estabas igual o más excitado que yo. Nos tocamos a la vez, manteniendo el mismo ritmo, compartiendo jadeos y gemidos, moviéndonos casi al mismo tiempo. Sentías la humedad de mi interior, una excitación que iba en aumento, un placer que deseaba que desbordarse con tus manos entre mis piernas. Mis músculos se tensaron y aunque te pedía que parases, seguías deslizando tus dedos dentro de mí provocando un intenso y continuado éxtasis. Me hice un ovillo, sintiendo la sequedad en mi boca y la palpitación de todo mi cuerpo en mi cabeza. Me di la vuelta quedando de frente a ti para caer rendida entre tus brazos. No podía moverme, no quería moverme, estaba tan extasiada, tan agotada que necesitaba unos minutos para poder continuar, respirar hondo y volver a sentirte.

Entre suspiros, caricias y besos me senté encima de ti. A la vez que desabrochaba tu camisa iba besando la parte de tu pecho que quedaba al descubierto dejando que mis dedos se perdieran por tu torso. La camisa cayó a los pies de la cama y poco después se le unió el pantalón y tus bóxers blancos. Tumbados frente a frente, nuestras miradas se buscaban y nuestras bocas se juntaban con deseo y pasión. Mis caderas se movían rozando tu pelvis y la mía, pequeños círculos o de arriba abajo, un movimiento que seguías con las manos en mis caderas. Fui descendiendo, acariciando tu pecho con las puntas de mi pelo, pasando por tus ingles y continuar por tus piernas. El recorrido inverso lo hice con mi lengua, jugueteando en la parte interna de tus muslos hasta que mis labios se quedaron entre tus piernas, deslizándose suavemente y ayudándome con las manos, algo que no sólo te gustaba sino que fue aumentando tu excitación: movías la cadera, tu respiración era más entrecortada, gemías y te sentía cada vez más duro en mi boca. Me paraste para colocarme a un lado y ponerte encima de mí, abriéndome las piernas con las tuyas y adentrándote en mí poco a poco. Querías dominarme y me dejé llevar por tus movimientos, notando cómo salías y volvías a entrar, cómo nuestros gemidos se mezclaban en el silencio de la habitación, cómo nuestros cuerpos ardientes quedaban pegados y sudados. Las sensaciones eran tan placenteras que ya no aguantaba más, me sujeté fuertemente a tu espalda disfrutando de las intensas contracciones que me provocabas. Seguiste aún más rápido y momentos después tus jadeos fueron más sonoros, tus glúteos se tensaron y pequeños espasmos recorrieron todo tu cuerpo. Te quedaste tendido sobre mí, unos minutos mientras nuestras respiraciones se normalizaban y nuestros cuerpos se decidían por despegarse.

Pasamos la noche juntos, con momentos de ducha, sueño y más sexo. No sé a qué hora me quedé totalmente dormida pero cuando desperté por la mañana, ya no estabas. Tu ropa no estaba por el suelo, tus zapatos ya no estaban donde los dejaste ni escuchaba el ruido del agua en el baño al ducharte. Sólo quedaban los restos de una noche apasionada: una cama totalmente deshecha, unas sabanas húmedas, mi cuerpo desnudo y sobre la mesa una botella de champán vacía con dos copas usadas y un papel con tu número de teléfono.

Tras una ducha rápida, recogí mis cosas pensando en la locura de haber pasado la noche con un desconocido. Salí de la habitación y me llegó ese aroma tan familiar que había saboreado en tu piel. Bajé a la recepción con la esperanza de encontrarte allí, para cruzarnos las miradas por última vez antes de marcharnos… pero no estabas. Sin embargo, el rastro de tu perfume era tan claro que sabía que habías pasado recientemente. Miré a mí alrededor, buscándote, no estabas en los sofás, ni en la cafetería ni cerca de cajero. Cuando mis ojos se fijaron en la puerta fue cuando te vi, vi tu silueta saliendo del hotel, de espaldas, viendo como desaparecías de aquel hermoso lugar. No sé si realmente volveremos a vernos, no sé si nuestros cuerpos volverán a juntarse con el mismo deseo que esa noche, no sé si tus labios volverán a posarse en los míos o si sentiré de nuevo tus caricias en mi piel. Por ahora me quedo con las ganas de volver a repetir, me quedo con el recuerdo de la destreza de tus manos y de la intensidad de tu mirada. El recuerdo de tu perfume grabado en mi memoria, de la sensación de lo prohibido y del secreto que sólo sabemos tú y yo, el secreto de habernos deseado cuando nadie nos miraba.

domingo, 6 de mayo de 2012

El pintor de las esencias (Tercera Parte y Fin)

“Te echo de menos. Estamos tan cerca y, sin embargo, tan lejos el uno del otro. Quisiera volver a sentir tu respiración pausada mientras duermes y volver a sentirme amada…”

Se le hizo un nudo en la garganta, se le entrecortaba la respiración y sentía una gran presión en las sienes, su conciencia volvía a martirizarle. Pasó varias páginas y en una de ellas encontró una instantánea de la pareja con los niños cuando eran más pequeños. Se detuvo ahí y continuó:

“¿Recuerdas aquella vez que fuimos a Galicia? ¡Qué felices éramos! Cuando volvimos pintaste una marina: un sol brillante, un mar en calma y pequeñas olas que rompen en las rocas dejando restos de espuma y sal en sus bordes. Me encanta ese cuadro, me relaja y me recuerda buenos momentos, por eso, antes de cerrar los ojos para dormir contemplo durante unos minutos esa bella imagen. Te estás aferrando a la oscuridad, vives la muerte y no vives la vida. Me gustaría que volvieras a pintar paisajes, retratos… esta fotografía por ejemplo, quedaría muy bien colgada en el salón.”

Levantó la cabeza y se vio solo en la habitación. Isabel se había ido para no interrumpir aquel momento tan personal. Se secó la humedad de los ojos y prosiguió la lectura:

“… a pesar de todo me siento orgullosa. Sí, me alegra que disfrutes de lo que haces y que admiren tu trabajo. Carlos te culpa de todo, incluso de mi enfermedad, pero en el fondo te quiere y te admira. ¿Sabes que le gusta pintar? Es muy bueno y, cuando yo falte, desearía que le apoyases, enséñale lo que sabes… no será tarde, os servirá para uniros”.

Aquella revelación fue toda una sorpresa. Era cierto que Carlos y él no se llevaban muy bien pero no podía sospechar que la pintura fuese una de sus aficiones. Sí, hablaría con él pero ¿aceptaría que fuese su mentor después de tanto distanciamiento? Pasó las finas láminas redactadas con pluma de tinta azul y se detuvo en la última hoja escrita. La fecha correspondía al día en que falleció su mujer. Le daba vértigo seguir leyendo:

“Hoy me siento agotada, sin fuerzas. Quería esperarte, ponerme guapa para ti y darte un beso de bienvenida. Incluso quería proponerte que durmieses esta noche conmigo, me siento sola. Creo que me acostaré y espero despertar para poder verte. Si no lo hago, despídeme de los niños, nuestro mayor tesoro. Ernesto, te quiero, eres lo mejor que me ha pasado en la vida y allá a donde voy te seguiré queriendo. No me olvides… Clara.”

Gotas saladas surcaban el rostro de aquel hombre triste y abatido, una de ellas cayó en el papel, dejando un pequeño círculo en una esquina. Era como si pudiese escuchar la voz de Clara resonando en su cabeza, cada frase, cada expresión… todo era parte de ella. Se levantó para dar vueltas a aquel cuarto lleno de recuerdos. Pensaba, meditaba… una idea le había surgido en aquel instante ¿podría llevarla a cabo? Sí, tenía que hacerlo, debía hacerlo. Se lo debía a ella, era su último deseo y lo cumpliría. Pintaría el retrato de familia que estaba entre las hojas de aquel diario, sería un acto de reconciliación consigo mismo y con su esposa.

Modificó la disposición del estudio y compró nuevos materiales. Ya tenía una idea del tamaño del lienzo y de los colores que le servirían de base. Colocó el caballete al lado de la ventana, quería que la claridad de la mañana le inspirase alegría y que la luz del ocaso impregnase de ternura cada pincelada. Así mismo, cambió sus hábitos de vida. Ahora desayunaba todos los días con Isabel antes de que se fuese al colegio y comía y dormía mejor que antes. Había recuperado el contacto con sus hijos. Guillermo, el mayor, quedó impresionado y satisfecho con el afecto que le profesaba su padre, en cambio, Carlos, el mediano, se sitió reacio al principio pero tras una larga y emotiva charla se convirtió en su discípulo.

Casi había acabado. En primer lugar se centró en sus hijos, después se dibujó así mismo y ahora estaba con la imagen de su esposa. Contemplar aquella fotografía cada día le daba energías, le daba vida. La mirada de Clara era radiante, trasmitía tranquilidad y felicidad, aspectos que él deseaba mostrar en su trabajo. Siempre llevaba consigo el diario, en sus hojas encontraba la fuerza para pintar y los recuerdos afloraban con gran nitidez. El resultado fue increíble. Las telas parecían moverse dentro de aquellos límites y cada personaje tenía vida propia, eran tan reales que podía sentirse que en cualquier momento saldrían del cuadro. En los ojos de todos ellos se reflejaban sus personalidades: la ternura de su mujer, la rebeldía de Carlos, la sencillez de Guillermo o la energía que ya demostraba la pequeña Isabel cuando aún era un bebé. Y, sin embargo, los cinco formaban parte de un conjunto perfecto, como piezas de un reloj que necesita de todos sus elementos para seguir adelante. Pero, sin lugar a dudas, la gran maestría de Ernesto se demostró en el rostro de Clara. Su nariz respingona, el lunar que coronaba su pómulo izquierdo y una mirada que dejaba al descubierto sus sentimientos, en definitiva, su alma.

Aquella pintura dio comienzo a una nueva etapa. Ernesto dibujaba hermosos paisajes en los que uno podía creer que iba a adentrarse en ellos o bodegones con jarrones y frutas que si alargabas la mano tenías la sensación de que los podrías tocar. Conseguía plasmar con gran realismo no sólo lo que imaginaba sino también lo que veía. Gracias a una exposición en una de las galerías con las que trabajó antaño, consiguió varios encargos. Uno de ellos era un mural que cubriría toda una pared y el motivo, un bosque otoñal con un camino por el que a lo lejos paseaba una pareja y un niño con una bicicleta. Desde entonces se le considera “El pintor de la Esencia de la Vida”.