sábado, 9 de abril de 2011

Los Ojos de Shabila (Parte I)

Ya oigo a la abuela trasteando en el salón. Seguro que cuando salga aún sin vestir me
reprenderá, como hace siempre, insistiendo en que hay que ser puntual. Todos los días mi padre se va al taller antes de despuntar el día y mi madre tiene que cuidar de mis dos hermanos. Por eso yo me encargo de acompañar a Ami y ayudarla en lo que necesite. Realmente se llama Amira pero desde pequeña la he llamado Ami y a ella le gusta.
Ya estamos listas para irnos. No hay que andar demasiado pero Ami quiere ser de las
primeras en entrar. Le encanta disfrutar del silencio y la tranquilidad cuando el hammam aún está vacío. Dejar que todos los sentidos se empapen en la magia del agua, percibir los diferentes aromas y notar como la humedad se adueña poco a poco de nuestra piel.

De todas las estancias del hamman la abuela tiene preferencia por dos de ellas. Una es la entrada. Una fuente da la bienvenida al visitante, verdes, dorados y rosas son los colores predominantes que se mezclaban entre los elaborados dibujos geométricos. El agua cristalina es el hogar de unos cuantos nenúfares y vistosos peces de colores.
Pero Amira adora estar en las estancias centrales de los baños. La zona templada es el sitio idóneo para que las mujeres compartan alegrías, penas y, como no, chismes de vecindario. Muchas madres van para buscar la esposa perfecta a sus hijos, no es de extrañar que las jóvenes se esmeren en parecer idóneas a los ojos de las más adultas. A mí también me gusta aquella estancia, mi abuela hace que sea especial. Nos cuenta anécdotas, momentos de su pasado o pequeñas fábulas que consiguen llamar la atención de todas las asistentes. Incluso las masajistas paran sus manos y se quedan ensimismadas con la dulce voz de Ami. La llaman cariñosamente Amira Afsâna, la Narradora. Con voz clara y serena empezó una bella historia.

Mâlik era un apuesto soldado que trabajaba como guardia personal para un importante visir de la provincia. Su carácter, afable y discreto, le habían granjeado la amistad de su protector siendo no sólo su confidente, sino su mano derecha.
Desde pequeño no podía ocultar su pasión por las armas. Con ocho años empezó como
ayudante en una herrería. Se quedaba embelesado viendo como el metal adquiría su forma en el ardiente yunque. Rashîd, un antiguo combatiente, era el dueño de la escuela de guerra con mayor reputación de toda la ciudad. Muchos jóvenes deseaban entrar en ella pero muy pocos lo conseguían, pues él mismo seleccionaba a los alumnos. A su juicio, un hombre de guerra, además de fortaleza, necesita valor y cuando conoció a Mâlik descubrió en sus ojos lo que buscaba. Rashîd le acogió como a un ahijado y a los doce años comenzó su formación como soldado.

La inocencia del niño fue dejando paso a la impulsividad del joven y su cuerpo fue
adquiriendo forma de adulto. Su espalda se hizo más ancha, sus músculos se fortalecieron y su torso, liso y duro, era el más deseado entre las jovencitas del barrio. Su piel tostada brillaba intensamente delante de la fragua y, al final del día, buscaba el cobijo de los baños de la escuela. Una ducha fría y veinte minutos de vapor eran suficientes para relajarse. Mâlik fue uno de los mejores y, al término de su adiestramiento, pasó por distintos trabajos hasta formar parte del equipo de su actual señor.

Es cierto que la suerte le sonreía pero en el amor… fue más desdichado. Sólo se enamoró una vez, la hija de un rico mercader fue su perdición aunque se dio cuenta demasiado tarde. Era una joven preciosa pero caprichosa y derrochadora. Sentía debilidad por las piedras preciosas, los perfumes y las alfombras persas y coleccionaba todo tipo de cristalería que mostraba orgullosa a los invitados de su padre. Mâlik no podía permitirse tantos lujos, sus bolsillos siempre tenían fondo. Por eso ella le rechazó y se casó con un tratante de caballos que la colmaba de regalos. Fue un duro golpe para Mâlik. Un soldado preparado para la guerra y una mujer le había clavado el puñal en lo más hondo de su ser. Y es que, las heridas del corazón siempre son más dolorosas que las de la piel, dañan el tesoro más apreciado de un hombre, su orgullo. Desde entonces, se prometió así mismo no fiarse de mujer alguna, centrándose en su carrera profesional. Sin embargo, el amor le buscaba como el árbol busca el agua para vivir. En aquella ciudad a la que se trasladó con su señor, en el sitio más inesperado… se enamoró de unos ojos.