martes, 24 de mayo de 2011

Los Ojos de Shabila (y Parte III)

Había trascurrido un mes. Las primeras noches supusieron para Shabila no sólo un reto, sino un suplicio. Puso en práctica el consejo de la esclava y funcionaba. Desde que dejó de llorar ante las intensas agresiones, Khaldûn no solicitaba su presencia, de hecho, ahora la odiaba. Su actitud sumisa y complaciente hizo mella en él, tanto que era incapaz de yacer con cualquier mujer. En la residencia del emir ya se hacían chistes y comentarios que llegaron a sus oídos, algo que, para él, era más humillante que le hiriesen en combate.

Khaldûn recordó las palabras de aquel viejo que llegó por sorpresa no hacía mucho. Hoy había visto la señal: si al despertar encontraba un cuervo a los pies de su cama con el pico manchado de sangre, debería
llevar a la joven al desierto atada de pies y manos a lomos de su mejor caballo. También llevaría un cofre de madera cargado de monedas de oro. Así recuperaría su virilidad. Lo que él no sabía es que ese viejo era un yinn disfrazado que ayudaba a Malîk en el rescate de la joven.

El desierto estaba muy tranquilo, demasiado pensó Khaldûn, pero así era el desierto. Bajó del caballo y se sentó a esperar. De repente, escuchó un ruido tras de sí, se giró pero ya era tarde para detener el golpe. Aturdido, sacó su daga y buscó a su adversario. Mâlik era más ágil y diestro con la espada pero su oponente poseía más sabiduría y, en dos movimientos, no sólo consiguió desarmarle sino que le hirió en un brazo. El soldado busco un pequeño puñal que escondía entre sus ropas y siguió luchando. Por sorpresa, recibió un codazo que le hizo perder su arma. En el instante que Khaldûn iba a matarle, se inició una fuerte tormenta de arena que se acercaba a ellos vertiginosamente.

El torbellino cubrió por completo al hijo del emir y miles de serpientes, arrastradas por el vendaval, rodearon su cuerpo. Sus gritos eran perfectamente audibles. En pocos segundos, el desierto recuperó su calma. Mâlik corrió hacia
los caballos, desató a Shabila y la sostuvo entre sus brazos. Ella no pudo contener la emoción y se deshizo en lágrimas. De pronto, escucharon un fuerte estruendo. El suelo temblaba y cerca del cuerpo agonizante de Khaldûn las arenas comenzaron a abrirse y de ellas emergió un gigantesco yinn con cabeza de reptil y cola de escorpión. Desde las profundidades de la tierra una voz grave les dijo: “El mal vuelve al mal. Llévate los caballos y el cofre, son tuyos. Disfruta de lo que te ha regalado la vida y lucha siempre por lo que más quieres”. Desde entonces, no se volvió a saber nada de Shabila y Mâlik a quienes llamaron “Los amantes del
desierto”.

Así, la abuela Amira ponía el punto y final a una gran historia llena de pasión, odio, dolor y esperanza. Los ojos de los oyentes se llenaron de un inmenso brillo, fiel reflejo de las aguas del baño. ¡Qué sabia es mi querida abuela Ami!

FIN

martes, 3 de mayo de 2011

Los Ojos de Shabila (Parte II)

Amira tenía a todo el público entregado, no hablaban ni se movían sólo atendían a sus
palabras. Todas nos sentíamos parte de la historia y queríamos saber más. Además, el
ambiente también ayudaba a imaginarnos otros mundos: los aromas de jazmín y rosas,
esencias de los aceites de masajes, nos trasportaban a amplios y bellos jardines en los que esconderse con algún apuesto muchacho. La abuela prosiguió su relato:

Sí, la mirada de Shabila, dulce y pícara, se apoderó de su alma y cada noche soñaba con ella. Shabila era bailarina de la danza del vientre. Era de origen humilde y su increíble belleza provenía de la mezcla de culturas. De su madre, nacida en tierras musulmanas, había heredado un cabello liso y negro como una noche sin luna ni estrellas. Su progenitor, llegado de Occidente, le brindó el mayor de sus regalos, unos ojos azules que eran la envidia de muchas mujeres. Por la mañana, ayudaba a su familia en el zoco. Por la noche, ataviada con hermosas telas de lentejuelas, mostraba su sensualidad sobre el escenario. Los serpenteantes movimientos de sus caderas, junto a las vibraciones y los fugaces golpes de pecho, embrujaban a todos los asistentes. Su danza era como un hechizo: siempre bailaba con un pañuelo de seda en el rostro, sólo dejaba al descubierto sus almendrados ojos de mar.

Cuando el joven soldado observaba sus marcadas curvas una oleada de calor recorría todo su cuerpo. El corazón le latía fuertemente y la respiración se entrecortaba. Sentía impulsos que nunca antes había tenido, era algo… incomprensible. Pasaron semanas antes de que conversase con la mujer de sus sueños. Una mañana Mâlik se dirigió al zoco. Estaba muy concurrido, se oía el griterío de los vendedores unido al regateo de los posibles clientes. Se acercó a un puesto de artesanía y, para su sorpresa, allí estaba Shabila vestida como una ciudadana cualquiera y con el rostro descubierto. Sus miradas se cruzaron y se reconocieron.

Ella sabía quién era, no era un admirador cualquiera… no, él era especial. Ya la primera noche se fijó en su cuidada barba, que le daba un aspecto maduro y sereno, el de alguien seguro de sí mismo. Había algo en él que le hacía distinto a los demás. Agachó la cabeza sumisa y le atendió lo mejor que pudo. El rubor de sus mejillas la delataba y Mâlik supo que no era el momento para confesiones. Poco a poco, entre ellos iba brotando la llama del amor, incluso él la acompañaba a hacer algunos recados y los padres, al ver que era un buen muchacho, dieron el visto bueno a una posible relación. Una tarde, cuando ya se ponía el sol en el horizonte, Mâlik la besó. Primero tímidamente, después, ambos se dejaron llevar por la pasión que recorría como un rayo cada parte de sus cuerpos. Sin embargo, el destino puso a
prueba su amor.

Khaldûn, el hijo del emir de aquella comarca, recién llegado de lejanas tierras, había oído hablar de Shabila y quiso ver su espectáculo. Al verla, la lujuria subió a sus ojos y quiso poseerla. Como el dueño del local no le vendía a la bailarina, mando a sus guardias que se la llevasen por la fuerza. Mâlik, que había presenciado todo, fue tras ellos. A uno le dio muerte, a otro le hirió en un costado pero no pudo evitar que se llevasen a Shabila. Huyó al desierto, único lugar donde encontraría paz para pensar. Descendió del caballo, anduvo unos metros triste y cabizbajo hasta que cayó de rodillas sobre la arena y lloró amargamente. Su dolor era
tan profundo y sincero que sus lamentos despertaron la compasión de los genios del desierto, los yinn, que al conocer los detalles de la historia elaboraron un plan para ayudarle.

Ya en el palacio, Khaldûn pidió que trajesen a Shabila a su alcoba. La joven temblaba de miedo, su agresividad era bien conocida. Intentó bailar, quería complacerle y salir de allí pero sus brazos ahora no eran delicados ni sus movimientos tan armoniosos. El temible hombre se abalanzó sobre ella y, sujetándola fuertemente del pelo hacia atrás, le arrancó el pañuelo que aún tapaba su cara, quería ver el terror en sus ojos. Durante dos intensas horas Shabila creía haber caído en el infierno. Un torrente de lágrimas surcaba sus mejillas por el intenso dolor de su alma y su cuerpo. Una esclava curaba sus heridas en el hammam del palacio. No era la primera vez que le encomendaban esa tarea, su señor era cruel con todas las mujeres y con ella fue especialmente sádico. Por ese motivo, le susurró al oído: “querida niña, la violencia de Khaldûn es grande y no tiene fin. Disfruta con tu dolor y su placer es mayor si le temes. Volverá a llamarte y repetirá lo que hoy has vivido. Cuando ocurra, no llores, no grites ni muestres miedo en tus ojos. Es la única manera para que no suceda esto.”

Era increíble que un cuento provocase sensaciones tan intensas: ojos humedecidos, labios apretados de ira, suspiros o sollozos. Algunas mujeres padecían ese tormento de las manos de sus maridos y las inocentes niñas no entendían el motivo de esta violencia. Ami permaneció en silencio unos instantes y continuó con la última parte de la historia...