martes, 3 de mayo de 2011

Los Ojos de Shabila (Parte II)

Amira tenía a todo el público entregado, no hablaban ni se movían sólo atendían a sus
palabras. Todas nos sentíamos parte de la historia y queríamos saber más. Además, el
ambiente también ayudaba a imaginarnos otros mundos: los aromas de jazmín y rosas,
esencias de los aceites de masajes, nos trasportaban a amplios y bellos jardines en los que esconderse con algún apuesto muchacho. La abuela prosiguió su relato:

Sí, la mirada de Shabila, dulce y pícara, se apoderó de su alma y cada noche soñaba con ella. Shabila era bailarina de la danza del vientre. Era de origen humilde y su increíble belleza provenía de la mezcla de culturas. De su madre, nacida en tierras musulmanas, había heredado un cabello liso y negro como una noche sin luna ni estrellas. Su progenitor, llegado de Occidente, le brindó el mayor de sus regalos, unos ojos azules que eran la envidia de muchas mujeres. Por la mañana, ayudaba a su familia en el zoco. Por la noche, ataviada con hermosas telas de lentejuelas, mostraba su sensualidad sobre el escenario. Los serpenteantes movimientos de sus caderas, junto a las vibraciones y los fugaces golpes de pecho, embrujaban a todos los asistentes. Su danza era como un hechizo: siempre bailaba con un pañuelo de seda en el rostro, sólo dejaba al descubierto sus almendrados ojos de mar.

Cuando el joven soldado observaba sus marcadas curvas una oleada de calor recorría todo su cuerpo. El corazón le latía fuertemente y la respiración se entrecortaba. Sentía impulsos que nunca antes había tenido, era algo… incomprensible. Pasaron semanas antes de que conversase con la mujer de sus sueños. Una mañana Mâlik se dirigió al zoco. Estaba muy concurrido, se oía el griterío de los vendedores unido al regateo de los posibles clientes. Se acercó a un puesto de artesanía y, para su sorpresa, allí estaba Shabila vestida como una ciudadana cualquiera y con el rostro descubierto. Sus miradas se cruzaron y se reconocieron.

Ella sabía quién era, no era un admirador cualquiera… no, él era especial. Ya la primera noche se fijó en su cuidada barba, que le daba un aspecto maduro y sereno, el de alguien seguro de sí mismo. Había algo en él que le hacía distinto a los demás. Agachó la cabeza sumisa y le atendió lo mejor que pudo. El rubor de sus mejillas la delataba y Mâlik supo que no era el momento para confesiones. Poco a poco, entre ellos iba brotando la llama del amor, incluso él la acompañaba a hacer algunos recados y los padres, al ver que era un buen muchacho, dieron el visto bueno a una posible relación. Una tarde, cuando ya se ponía el sol en el horizonte, Mâlik la besó. Primero tímidamente, después, ambos se dejaron llevar por la pasión que recorría como un rayo cada parte de sus cuerpos. Sin embargo, el destino puso a
prueba su amor.

Khaldûn, el hijo del emir de aquella comarca, recién llegado de lejanas tierras, había oído hablar de Shabila y quiso ver su espectáculo. Al verla, la lujuria subió a sus ojos y quiso poseerla. Como el dueño del local no le vendía a la bailarina, mando a sus guardias que se la llevasen por la fuerza. Mâlik, que había presenciado todo, fue tras ellos. A uno le dio muerte, a otro le hirió en un costado pero no pudo evitar que se llevasen a Shabila. Huyó al desierto, único lugar donde encontraría paz para pensar. Descendió del caballo, anduvo unos metros triste y cabizbajo hasta que cayó de rodillas sobre la arena y lloró amargamente. Su dolor era
tan profundo y sincero que sus lamentos despertaron la compasión de los genios del desierto, los yinn, que al conocer los detalles de la historia elaboraron un plan para ayudarle.

Ya en el palacio, Khaldûn pidió que trajesen a Shabila a su alcoba. La joven temblaba de miedo, su agresividad era bien conocida. Intentó bailar, quería complacerle y salir de allí pero sus brazos ahora no eran delicados ni sus movimientos tan armoniosos. El temible hombre se abalanzó sobre ella y, sujetándola fuertemente del pelo hacia atrás, le arrancó el pañuelo que aún tapaba su cara, quería ver el terror en sus ojos. Durante dos intensas horas Shabila creía haber caído en el infierno. Un torrente de lágrimas surcaba sus mejillas por el intenso dolor de su alma y su cuerpo. Una esclava curaba sus heridas en el hammam del palacio. No era la primera vez que le encomendaban esa tarea, su señor era cruel con todas las mujeres y con ella fue especialmente sádico. Por ese motivo, le susurró al oído: “querida niña, la violencia de Khaldûn es grande y no tiene fin. Disfruta con tu dolor y su placer es mayor si le temes. Volverá a llamarte y repetirá lo que hoy has vivido. Cuando ocurra, no llores, no grites ni muestres miedo en tus ojos. Es la única manera para que no suceda esto.”

Era increíble que un cuento provocase sensaciones tan intensas: ojos humedecidos, labios apretados de ira, suspiros o sollozos. Algunas mujeres padecían ese tormento de las manos de sus maridos y las inocentes niñas no entendían el motivo de esta violencia. Ami permaneció en silencio unos instantes y continuó con la última parte de la historia...

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