jueves, 26 de abril de 2012

El pintor de las esencias (Primera Parte)

La mañana aventuraba un día caluroso y los pájaros se escondían bajo la sombra de árboles centenarios. El sol daba una imagen distinta a aquel lugar, no parecía tan lúgubre y misterioso como cuando la lluvia incesante corría entre mármoles y esculturas. Todo estaba en silencio, sólo se oía el crepitar de las chicharras y los tranquilos pasos de un hombre con un ramo de flores entre sus manos. Había ido muchas veces y nunca encontraba el camino a la primera, no era difícil pero todos parecían iguales. Hoy, como tantos otros días, el cementerio estaba muy tranquilo y mientras Ernesto cambiaba las flores de la tumba de sus padres, se pregunta por qué la gente rechazaba a todos aquellos que reposaban en el sueño eterno y sólo se les hacía una o dos visitas al año. ¿Acaso ellos no se merecen el mismo cuidado que cuando estaban vivos? Ésta y otras cuestiones pasaban por el pensamiento de aquel hombre cuando se fijó que no muy lejos de allí, un grupo de personas se dirigían a una tumba abierta. Se acercó y pudo escuchar las últimas palabras de despedida que dieron paso a llantos llenos de dolor. En ese preciso instante, Ernesto percibió algo, un destello de tonos azules mezclados con naranjas y marrones. Se quedo perplejo pues aquella luz procedía del ataúd y se iba extinguiendo a la vez que éste descendía. Nunca había tenido una sensación tan extraña. ¿Qué había sido aquello? ¿Alguna ilusión provocada por los rayos del sol? Era algo que no podía explicar.

Su espíritu de artista, junto con su natural curiosidad, le motivó a recrear aquel destello tan particular. Acudía asiduamente al camposanto con sus lápices y su cuaderno pero siempre se mantenía alejado pues no quería perturbar ni a los vivos ni a los muertos. Lo más asombroso era que sólo él podía ver aquel brillo inusual cada vez que bajaban al fallecido a la tierra, era justo en ese momento y sólo duraba unos instantes. En su estudio hacía todo el trabajo: plasmaba en pinceladas lo que ya tenía dibujado y rebuscaba en su memoria la imagen grabada de esa luz que venía a ser el alma del fallecido. Era algo etéreo y que para cada persona era diferente. Tonos pastel o muy llamativos, como el rojo o el amarillo, eran los más predominantes, blancos y verdes eran difíciles de ver pero no imposibles, siempre ligados a personas con un corazón noble hasta el final de sus días y en ningún caso se apreciaban tonos oscuros. La combinación de colores era realmente asombrosa e impactante. La técnica del pintor mejoraba día tras día y al cabo de un tiempo fue recibiendo encargos. Ya se le conocía con el apodo de “El pintor de la Esencia de los Difuntos” y su fama también iba en aumento. Familias de gran renombre solicitaban sus servicios y en más de una ocasión se pasaba el día entero de un entierro a otro. Esto se traducía en mayores ingresos que le permitían tener una vida más holgada: cambió de casa, amplió su estudio y pudo ofrecer a su mujer e hijos una mayor comodidad. Sin embargo, también había inconvenientes.

Ernesto pasaba muchas horas fuera de casa y al regresar se encerraba en su taller para continuar pintando. En días de lluvia se veía obligado a resguardarse en panteones cercanos o pequeños pasillos con columnas del cementerio. Como sólo podía hacer un bosquejo rápido de la escena, en casa hacía el resto olvidándose por completo de todo lo demás. Ya no comía con su mujer e hijos, no celebraba cumpleaños ni recordaba la fecha de su aniversario. Ernesto, que antes era un hombre alegre y hablador, se había vuelto taciturno, serio y huraño. El contacto diario con la muerte no sólo le agrió el carácter sino que también afectó a su estado físico, cada vez más pálido y delgado. Pasaron los años y sus dos hijos mayores formaron sus propios hogares. Sólo Isabel, de doce años, llenaba la casa con su dulce voz que acompañaba con el piano del salón. Una tarde de primavera, de regreso a casa tras dos encargos, Ernesto se encontró a Isabel llorando en los brazos de Carlos, el segundo de los hijos, mientras que Guillermo, el primogénito, hablaba con un hombre de pelo canoso y traje oscuro que tomaba notas en una de las mesas. Todos le miraron y por sus ojos adivinó lo que sucedía.

Corrió a la habitación de su mujer, hacía tiempo que no dormían juntos, y allí estaba Clara, tumbada inerte en el lecho cubierta por una sábana rosada. Se arrodilló a un lado, cogió su mano y sollozó amargamente. Aún se notaba el calor de su cuerpo y en su rostro no había señal de tensión, dolor o miedo. El recién viudo no paraba de besarle las ya pálidas mejillas y con una voz desgarradora increpaba al cuerpo sin vida de su mujer: “¡Despierta! ¡Por favor, despierta! ¡No me dejes!”. Al escucharle, la niña entró de repente y le abrazó para sentirse protegida por su padre. Dejó a la pequeña acostada al lado de su madre mientras él se disponía a terminar de gestionar los trámites necesarios. El mayor de sus hijos le puso al corriente de los acontecimientos: había fallecido mientras dormía a causa de la enfermedad que, poco a poco, la había consumido por dentro. El apenado artista sabía que su mujer no estaba bien y que seguía un tratamiento pero no imaginaba que fuese tan grave. Tanto tiempo cerca de la muerte y nunca pensó que podría llevarse a alguno de sus seres queridos.

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