lunes, 30 de abril de 2012

El pintor de las esencias (Segunda Parte)

Pasadas varias horas, el cuerpo de Clara ya estaba en el tanatorio. Allí se encargaron de asearla y vestirla con uno de los más bonitos vestidos que su marido pudo encontrar. Clara pasaría el umbral del más allá con la misma elegancia que le caracterizaba en vida. Carlos avisó a familiares y amigos que ya empezaban a llegar a la sala para darles el pésame y acompañarles en su dolor. Todos guardaban gratos recuerdos de la difunta y, a pesar de los ojos enrojecidos, en sus labios se dibujaban suaves sonrisas al evocar las anécdotas, historias y encuentros en los que había participado la mujer del pintor. La hermana de Clara revivió aquel día cuando eran pequeñas en el que ambas discutían por el mismo juguete o cómo Clara se las ingenió para hacer de celestina con el que ahora era su marido. Se notaba que había sido una mujer muy querida. Su bondad, sencillez y alegría hicieron mella en los corazones de quienes la conocieron.

Ya de madrugada, el cansancio y el sueño se apoderó de los que allí se quedaron. Los padres de la difunta ocuparon un sillón, la cuñada del pintor estaba acurrucada entre los brazos de su marido en un mullido sofá de tres plazas. Guillermo había salido a fumar y a por un café, quería estar solo y desahogar todo su dolor pues había consolado con gran entereza a sus abuelos y necesitaba soltar la tristeza que le aprisionaba el pecho. El viudo no podía dormir. Quería estar despierto tanto tiempo como fuese posible para contemplar a su mujer en estos últimos momentos. Vista desde aquel cristal, rodeada de flores, le recordaba a una muñeca en el escaparate de una tienda, la muñeca más bella que uno pudiese tener porque, incluso en la muerte, Clara era hermosa.

Se llevó las manos a la cara, sentía vergüenza de sí mismo y la culpabilidad se enroscaba en su corazón como una serpiente que aprieta a su presa hasta ahogarla. No había disfrutado de su esposa en vida, de hecho, no recordaba la última vez que salieron solos a cenar. Tampoco podía precisar cuándo fue la última vez que acarició su cuerpo con ternura o besó sus labios con pasión. La había amado siempre y ahora la amaba más que nunca pero ya era demasiado tarde para demostrarlo. Le atormentaba pensar en el tiempo perdido, sentía remordimientos por haber dedicado años y años de su vida a su profesión y no a su familia. Y no sólo había sido un esposo descuidado, sino que en su interior era consciente de que había sido un padre poco entregado en el cuidado y educación de sus hijos. ¿Cómo había estado tan ciego?

Las horas pasaban y empezaba a clarear. La estancia volvió a llenarse de gente que acompañaría a la familia durante el entierro. A media mañana el coche fúnebre ya estaba listo. En la sala de despedida los padres de Clara no podían soportar la idea de perder a su niña para siempre y Ernesto quiso darle un último beso de despedida. Estaba fría como el hielo y sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Era como si, de alguna manera, ella hubiese sentido la calidez de sus labios.

Iba acercándose el momento. A lo lejos se veía la tumba en la que reposarían los restos de Clara. Esto provocó en el pintor un fuerte pinchazo en el pecho, estaba tan triste y apenado que no tenía fuerzas para pintar. Llevaba consigo sus materiales pero dentro de él había algo que se lo impedía, un bloqueo emocional le cerraba las puertas de la creatividad y esa sensación le provocaba mayor dolor, había pintando almas de desconocidos y era incapaz de pintar la de su propia mujer. Descendía el féretro y no veía nada, ninguna luz, ningún color… nada. De repente, se abalanzó hacía el hueco abierto gritando “¡No, Clara! ¡Aún no! ¡No te vayas sin mostrarme tu alma!”. Su voz rota por las lágrimas impresionó a los asistentes y sus hijos le levantaron para dar por finalizado el sepelio.

Ernesto se hundió en un mar de angustias y depresión. Perdió el apetito por completo y dejó trabajos sin terminar. Dos semanas después, su hija puso fin a esa espiral de desesperación. Fue guardando en bolsas y cajas la ropa y los efectos personales de su madre. Separaría algunas cosas que ella quería tener y dejaría que su padre y hermanos hicieran lo mismo. El resto se entregaría a la beneficencia. Al verla, se dispuso a ayudarla aunque en más de una ocasión tuvo que respirar hondo para aguantar la emoción. En la mesilla de noche, debajo de unos papeles, encontró un pequeño diario. Era sencillo, de tapas azules, sin ningún motivo decorativo y no tenía ni llave ni candado. Había mucho escrito pero aún quedaban hojas en blanco que ya no se llenarían de palabras. Al abrirlo le temblaban las manos. Por una parte sentía curiosidad por conocer los pensamientos más secretos de su difunta esposa, pero por otra, eso suponía invadir su intimidad. Venció la curiosidad, abrió el diario por una de sus páginas y leyó

No hay comentarios:

Publicar un comentario