domingo, 6 de mayo de 2012

El pintor de las esencias (Tercera Parte y Fin)

“Te echo de menos. Estamos tan cerca y, sin embargo, tan lejos el uno del otro. Quisiera volver a sentir tu respiración pausada mientras duermes y volver a sentirme amada…”

Se le hizo un nudo en la garganta, se le entrecortaba la respiración y sentía una gran presión en las sienes, su conciencia volvía a martirizarle. Pasó varias páginas y en una de ellas encontró una instantánea de la pareja con los niños cuando eran más pequeños. Se detuvo ahí y continuó:

“¿Recuerdas aquella vez que fuimos a Galicia? ¡Qué felices éramos! Cuando volvimos pintaste una marina: un sol brillante, un mar en calma y pequeñas olas que rompen en las rocas dejando restos de espuma y sal en sus bordes. Me encanta ese cuadro, me relaja y me recuerda buenos momentos, por eso, antes de cerrar los ojos para dormir contemplo durante unos minutos esa bella imagen. Te estás aferrando a la oscuridad, vives la muerte y no vives la vida. Me gustaría que volvieras a pintar paisajes, retratos… esta fotografía por ejemplo, quedaría muy bien colgada en el salón.”

Levantó la cabeza y se vio solo en la habitación. Isabel se había ido para no interrumpir aquel momento tan personal. Se secó la humedad de los ojos y prosiguió la lectura:

“… a pesar de todo me siento orgullosa. Sí, me alegra que disfrutes de lo que haces y que admiren tu trabajo. Carlos te culpa de todo, incluso de mi enfermedad, pero en el fondo te quiere y te admira. ¿Sabes que le gusta pintar? Es muy bueno y, cuando yo falte, desearía que le apoyases, enséñale lo que sabes… no será tarde, os servirá para uniros”.

Aquella revelación fue toda una sorpresa. Era cierto que Carlos y él no se llevaban muy bien pero no podía sospechar que la pintura fuese una de sus aficiones. Sí, hablaría con él pero ¿aceptaría que fuese su mentor después de tanto distanciamiento? Pasó las finas láminas redactadas con pluma de tinta azul y se detuvo en la última hoja escrita. La fecha correspondía al día en que falleció su mujer. Le daba vértigo seguir leyendo:

“Hoy me siento agotada, sin fuerzas. Quería esperarte, ponerme guapa para ti y darte un beso de bienvenida. Incluso quería proponerte que durmieses esta noche conmigo, me siento sola. Creo que me acostaré y espero despertar para poder verte. Si no lo hago, despídeme de los niños, nuestro mayor tesoro. Ernesto, te quiero, eres lo mejor que me ha pasado en la vida y allá a donde voy te seguiré queriendo. No me olvides… Clara.”

Gotas saladas surcaban el rostro de aquel hombre triste y abatido, una de ellas cayó en el papel, dejando un pequeño círculo en una esquina. Era como si pudiese escuchar la voz de Clara resonando en su cabeza, cada frase, cada expresión… todo era parte de ella. Se levantó para dar vueltas a aquel cuarto lleno de recuerdos. Pensaba, meditaba… una idea le había surgido en aquel instante ¿podría llevarla a cabo? Sí, tenía que hacerlo, debía hacerlo. Se lo debía a ella, era su último deseo y lo cumpliría. Pintaría el retrato de familia que estaba entre las hojas de aquel diario, sería un acto de reconciliación consigo mismo y con su esposa.

Modificó la disposición del estudio y compró nuevos materiales. Ya tenía una idea del tamaño del lienzo y de los colores que le servirían de base. Colocó el caballete al lado de la ventana, quería que la claridad de la mañana le inspirase alegría y que la luz del ocaso impregnase de ternura cada pincelada. Así mismo, cambió sus hábitos de vida. Ahora desayunaba todos los días con Isabel antes de que se fuese al colegio y comía y dormía mejor que antes. Había recuperado el contacto con sus hijos. Guillermo, el mayor, quedó impresionado y satisfecho con el afecto que le profesaba su padre, en cambio, Carlos, el mediano, se sitió reacio al principio pero tras una larga y emotiva charla se convirtió en su discípulo.

Casi había acabado. En primer lugar se centró en sus hijos, después se dibujó así mismo y ahora estaba con la imagen de su esposa. Contemplar aquella fotografía cada día le daba energías, le daba vida. La mirada de Clara era radiante, trasmitía tranquilidad y felicidad, aspectos que él deseaba mostrar en su trabajo. Siempre llevaba consigo el diario, en sus hojas encontraba la fuerza para pintar y los recuerdos afloraban con gran nitidez. El resultado fue increíble. Las telas parecían moverse dentro de aquellos límites y cada personaje tenía vida propia, eran tan reales que podía sentirse que en cualquier momento saldrían del cuadro. En los ojos de todos ellos se reflejaban sus personalidades: la ternura de su mujer, la rebeldía de Carlos, la sencillez de Guillermo o la energía que ya demostraba la pequeña Isabel cuando aún era un bebé. Y, sin embargo, los cinco formaban parte de un conjunto perfecto, como piezas de un reloj que necesita de todos sus elementos para seguir adelante. Pero, sin lugar a dudas, la gran maestría de Ernesto se demostró en el rostro de Clara. Su nariz respingona, el lunar que coronaba su pómulo izquierdo y una mirada que dejaba al descubierto sus sentimientos, en definitiva, su alma.

Aquella pintura dio comienzo a una nueva etapa. Ernesto dibujaba hermosos paisajes en los que uno podía creer que iba a adentrarse en ellos o bodegones con jarrones y frutas que si alargabas la mano tenías la sensación de que los podrías tocar. Conseguía plasmar con gran realismo no sólo lo que imaginaba sino también lo que veía. Gracias a una exposición en una de las galerías con las que trabajó antaño, consiguió varios encargos. Uno de ellos era un mural que cubriría toda una pared y el motivo, un bosque otoñal con un camino por el que a lo lejos paseaba una pareja y un niño con una bicicleta. Desde entonces se le considera “El pintor de la Esencia de la Vida”.

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