¡La de cosas que hacemos de forma automática! Vamos,
que no nos damos cuenta del esfuerzo que hemos tenido que hacer para
aprenderlas. Por ejemplo, conducir. Lo hacemos a diario: te sientas, colocas la
radio, arrancas y en marcha. Intermitentes, cambios de carril, embrague y
cambio de marcha, un poco de freno... como si nada. ¿Alguien se acuerda de su
primera vez al volante? ¡Qué nervios! Todo lo que haces ahora como si nada
antes era todo un mundo y ese momento de horror cuando llegabas a una glorieta
o a un paso de peatones o cuando por tu camino se cruzaba un taxi, un autobús o
un camión de los grandes ("¡NO¡ adelantar no!" pensabas) aunque si
eso te ocurría el día del examen te empezaba a recorrer un sudor frio por la
nuca, que no sabías si era de los nervios o los ojos como puñales del
examinador clavados en todos tus movimientos. Y es que para todo hay una
primera vez y sólo hay que ir hacia atrás en el tiempo para recordarlo.

Un beso es la antesala del amor y el primer amor es
como de ensueño, un cuento de hadas en toda regla. Todo es muy tierno y se vive
tan intensamente que lo bueno se convierte en una explosión de euforia y lo
malo en un drama al estilo griego. Realmente de adultos seguimos viviendo las
sensaciones que provoca ese "primer amor" cada vez que estamos ante una nueva relación
o alguien que nos mueve por dentro por primera vez: ese cosquilleo en el
estomago, el rubor en las mejillas, el deseo intenso de verle... Lo que pasa
que en nosotros ya existe cierta desconfianza por los años de experiencia pero
el resto cambia poco. Y todo primer amor conlleva una primera ruptura, el
dramón del que hablaba. Ayer vi a una adolescente que iba llorando con gran
pena y lo primero que pensé fue en su ruptura con el novio, ¿por qué? Porque
estallamos en un mar de lágrimas, esa ruptura es como si nos arrancasen el alma
y nos quedáramos suspendidos en el vacío. Es más, incluso aunque hubiéramos
sido nosotras las que no quisiéramos seguir adelante, supone un cambio
emocional muy grande que superamos gracias al consuelo de nuestras amigas,
vamos, igual que de adultas.

También tenemos la "primera relación
seria", esa que se vive de una forma un poco más madura que "el
primer amor" y que suele ser más duradera, para algunos incluso la única
(como nuestros abuelos o padres). Creo que de todas las relaciones que tengamos
posteriormente (si es que las hay) es la que más recordaremos, tanto lo bueno
como lo malo, porque es de ahí desde donde partiremos en nuestro aprendizaje
sobre las relaciones hasta que somos capaces de distinguir los fallos y las
cosas que nos gustan más o menos. Es decir, esta "primera relación
seria" supone un aprendizaje en toda regla.
Pero no todo son emociones, también hay cuestiones
físicas y aquí aparecen los médicos. Esos señores con bata a los que no nos
gustaba ir cuando éramos pequeños. Tu madre te llevaba al médico de cabecera
por un catarro, ese señor de bata que te decía "di A" y te metía en
la boca una paleta plana de madera para sujetarte la lengua que te provocaba arcadas.
Aunque el verdadero terror de los niños es, sin lugar a dudas, el dentista
porque además de llevar bata blanca, también usa mascarilla y aparatos que
hacen ruido. La primera vez que pisas la consulta de un dentista te penetra ese
inconfundible olor a sala desinfestada y realmente lo que más asusta es ver las
caras de dolor de la gente que entra y sale que lo que te van a hacer. Con el
tiempo te acostumbras aunque siempre queda ese recuerdo cada vez que tienes que
hacerte una limpieza, un empaste o decides llevar aparato en los dientes.
Otro médico al que tenemos que acudir las mujeres de forma obligada: El ginecólogo. ¿Hay alguna mujer que le guste visitar al ginecólogo? De verdad, si la hay la admiraré y la aplaudiré porque no es una experiencia gratificante. La primera visita al ginecólogo da un poco de respeto, principalmente por el desconocimiento y el pudor (¡Me van a hurgar ahí dentro!), más aún si vas jovencita. Los nervios aumentan con las preguntas para tu ficha: "has mantenido relaciones sexuales", "has tomado la píldora", "cuándo te bajó el periodo la última vez", " tienes reglas regulares". Pero la peor parte está por llegar: la camilla. Te piden que te desvistas, te pongas una bata y te sientes en la camilla con las piernas abiertas y apoyadas en unas barras metálicas. De hecho, a esa sensación nunca te acostumbras, puedes verlo más normal y como ya sabes a lo que vas, no entras con tanta tensión. Sin embargo, y sin entrar en detalles, sigue resultando bastante incómodo sentir cómo te hacen la citología, como te toquetean o te aplastan el pecho para la mamografía o como te meten un tubo metálico (a modo de consolador) para hacerte la ecografía, que no sé si es peor esa forma o cuando te hacían beber litros de agua y no podías ir al baño hasta que no acabase la prueba. Ginecólogos del mundo, os estaríamos eternamente agradecidas si buscaseis técnicas menos invasivas para la mujer y más cómodas porque, disculpen la intromisión, pero la camilla actual es ortopédica y en ella parecemos animales a punto de entrar en el matadero. Que para estar con las piernas en alto me voy a una clase de Pilates o me tumbo en mi sofá que es mullido y muy acogedor. Además, que si quiero que alguien me meta mano (literalmente hablando) mejor que sea alguien de mi gusto y que me pueda dar placer.
Muchas cosas nos pasan por primera vez: el primer
trabajo, el primer coche, el primer viaje en avión, el primer año de
universidad, la primera vez que vas al cine, la primera vez que vives solo, la
primera vez que te enfrentas a un examen importante (como una oposición), la
primera vez que tienes que hablar con alguien en otro idioma. Todas suponen un
nuevo reto o te crean ilusiones y satisfacciones. Algunas de ellas son
placenteras, otras no lo son tanto pero poco a poco aprendemos de la
experiencia y sabemos cómo afrontar las situaciones que se nos presenten en el
futuro. Pero lo que realmente nos queda de todas esas primeras veces es el recuerdo,
ese recuerdo que inevitablemente nos saca una sonrisa